Juan, almeriense, hostelero en paro, espera su turno en la lotería La Millonaria, uno de los pocos locales abiertos tras la catástrofe en el epicentro de la dana. “Siempre que pasa una desgracia, hay que comprar”, explica, casi extrañado por la pregunta. Por la mañana cogió el coche, hizo 450 kilómetros hasta Paiporta, gastó 800 euros en décimos —tenía encargos de familiares y amigos— y se volvió a su casa. No es el único. La cola llega casi hasta el barranco que el pasado 29 de octubre se tragó vehículos, locales, viviendas, los ahorros de toda una vida… “Todo el mundo quiere irse con un pedacito de suerte”, explica Cristina, la administradora, que ha dejado de lado su casa inundada para centrarse en el negocio. Cuando todas las rutinas han sido arrasadas por el barro, la única tradición que persiste tiene que ver con la superstición, con la idea de que solo algo muy bueno puede venir después de algo muy malo. En 1989 el gordo de Navidad cayó íntegro en esta localidad: una lluvia de millones que entonces sirvió para comprar casas y abrir negocios que hoy ya no existen o han resistido por la fortuna de estar en lugares más elevados, lejos de los puentes que arrastró la corriente.